
Escrito por: María Johana Cadavid Mesa*
Fotografías: Nelson Cárdenas Ferreira**
Es el año 2019 y estoy acá, llorando, con las piernas amoratadas y la espalda adolorida, después de recorrer ochocientos kilómetros en una bicicleta, durante veinte días, en compañía de mi pareja y un amigo, para responder una pregunta inicial: qué pasa hoy en la ruta libertadora que hace 200 años recorrieron los ejércitos de Bolívar, Santander y Anzoátegui. Más allá de esa pregunta objetiva, el viaje me permitió formular mis propias preguntas y tejer mis propias respuestas.
Todavía lloro al pensar en el recorrido, no por la hazaña sino por las realidades vividas en “alta definición”, propias y otras, que estuvieron carcomiéndome la existencia a cada pedaleo. Algunas me atravesaron el cuerpo; otras llegaron a mí a través del ojo etnográfico, que transitaba auscultando vidas ajenas. Todas asuntos fundamentales sobre los que se requieren nuevos relatos desde múltiples voces y sobre los que (me) es necesario seguir pedaleando.
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El segundo día del recorrido, entre el corregimiento de Pueblo Nuevo (Arauquita) y el municipio de Tame, llegamos al corregimiento de Betoyes (Tame) y paramos en su Institución Educativa donde nos hablarían del prócer local, el indígena Inocencio Chincá. Antes de cualquier saludo u ofrecimiento de agüita fresca, un hombre preguntó:
—¿Y la dama también viene pedaleando?
Yo, la única mujer del equipo, miré sin responder al hombre que preguntaba detrás de un escritorio. No lograba imaginar cómo creía él que yo había llegado hasta allí. Mientras mi mente daba vueltas a esta idea, uno de mis compañeros respondió:
—Sí, la trajimos porque necesitábamos quién nos cocinara.
Escuché risas de fondo, y en ese momento el interés por la historia libertadora perdía sentido, pues entendí que el viaje sería, sobre todo, un viaje al interior de mí misma y de una sociedad que te excluye por ser mujer. Esta comprensión sería exacerbada por las condiciones de extrema exigencia física y mental a las que me enfrentaría, y por otras mujeres, actuales o históricas, que encontraría en el camino, quienes me dejarían entrever sus propios viajes, tragedias y luchas.
Reafirmé, además, una sospecha: tendría que probar, todo el tiempo y a todo el mundo (incluida yo misma) que, aunque sea mujer, podía hacerlo:
—¿Y usted sí está preparada? —preguntaban por redes o en persona.
En el fondo todos y nadie está preparado para un viaje así, pensaba yo.
En ese mismo corregimiento, mientras esperábamos a unos jóvenes que nos guiarían por una mejor ruta hacia Tame, conocimos a Daisy, una lideresa social que nos habló de los problemas del pueblo: del Estado, que sólo llegaba en forma de armas y guerra y la estigmatización que eso conlleva, de la falta de agua limpia y de títulos de sus tierras; de cómo habían aprendido a solucionar esos problemas para poder sobrevivir; y de la importancia de la Junta de Acción Comunal —que ella ha liderado— para resolver los conflictos, concertar con los actores armados en la zona y permanecer en el territorio todos estos años.
Con esos relatos y su fuerza, hicimos el último trayecto del día: unos treinta kilometros por una vía terciaria en buen estado, rodeada de árboles de mangos y aves nativas: las corocoras y su increíble color anaranjado, los inmensos gabanes de elegantes plumajes, los arrendajos que gastan horas construyendo complejos nidos, o los oportunistas caracara que esperan a borde de camino o sobre el lomo del ganado el alimento diario.
En este tramo debíamos pasar el primero de muchos ríos, el Guata, y supe que estaba ante mi primera prueba física. Tuve miedo de mi eventual incapacidad para lograrlo: nunca había cruzado un río de orilla a orilla, nunca había cargado mi bicicleta por largos trayectos… Les pregunté a los jóvenes con los que íbamos:
—¿Hasta dónde me llegará el caudal del río?
Como era la más pequeña e inexperta del grupo, era importante para mí este dato. Antes de que pudieran responder, uno de mis compañeros sugirió:
—No le digan nada, para que no se asuste.
Infantilizarme era su manera de “protegerme”.

Para mi fortuna, el río era pequeño, angosto y poco profundo, con suelo de arena y suave corriente. Con la ayuda de aquellos jóvenes fue fácil cruzarlo. Mientras lo hacía, me preguntaba por mis desventajas físicas a la hora de enfrentarme a situaciones de supervivencia, no por un hecho biológico, sino por los roles tradicionales de género a los que históricamente me he visto sometida. Me daba cuenta que, a diferencia de los demás viajeros, desde que era niña estuve confinada a espacios domésticos de juego que no pasaban por la exploración y el entrenamiento físico; de que nunca se me permitió hacer parte de equipos deportivos porque eso implicaba ir a campeonatos donde no podía ser vigilada y, por ende, eran un riesgo para mi integridad física. Mientras pedaleaba, tuve eternas discusiones (imaginarias) con mi familia por haber jugado ese juego y ponerme en una desventaja de 33 años frente a mis compañeros hombres.
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Tras descansar un día en Tame, antes de llegar a Hato Corozal, hicimos una parada en la vereda El Control para tomar agua y comer galletas en la tienda de los Velandia. Era la hora del recreo en la escuela de enfrente, y cinco niños y una niña salieron a investigar de qué se trataba eso de tres personas en bicicleta. Siempre que esto pasó, era sólo una niña —máximo dos— la que salía corriendo a nuestro encuentro, en medio de muchos niños curiosos que pedían dar vuelta en las bicis, ver las cámaras y tomarse fotos. Como en una conversación íntima, las niña y yo nos miramos, re-conociéndonos y entendiendo que, aunque era bello encontrarnos en el camino, algo de su viaje y del mío no iba del todo bien… Que éramos más que ella y yo, que teníamos que ser más. Con esa premisa íntima resonándome por dentro, retomamos el camino.

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Después de pasar por Paz de Ariporo y de escuchar sus historias de guerras y paz, llegamos a Pore, donde conocimos a Luisa Archila, una mujer de ascendencia santandereana y llanera por adopción, quien nos convidó a una lasagna deliciosa, mientras nos contaba de su vida y de esta tierra. Desde que llegó a la región se enamoró de su historia y de las mujeres que la constituyen. Presentación Buenahora y Justa Estepa son dos referentes fundamentales, no sólo en la historia de la independencia del Casanare sino también en su proceso personal de empoderamiento como mujer y de organización colectiva con otras mujeres. “Presentación Buenahora fue una mujer poreña que mantuvo buena parte de las tropas insurgentes de Ramón Nonato Pérez y Santander, y fue fusilada por ello en 1816, cuando la reconquista española”, dijo. Justa Estepa, por su parte, “fue una indígena fusilada en 1817 por ser informante de grupos patriotas en los Llanos”. Estas mujeres, al igual que otras que encontraría más adelante, no son reconocidas en el país debido a que la Historia nacional ha sido un relato hegemónico, no sólo patriarcal sino profundamente centralista. Con ellas como ejemplo e inspiración, Luisa creó la Corporación Próceres, Mártires y Heroínas para trabajar por el empoderamiento físico, cultural y económico de las mujeres en la región.

Dos días después, al llegar a Nunchía —un pueblo colonial de ceibas y algarrobos florecidos—, y tras enfrentar la primera cuesta del trayecto en la subida a Tablón de Tamara y cruzar el inmenso río Pauto, conocí a otras mujeres que me dejaron ver que Luisa no era una excepción.
Nubia Acevedo y Angélica Cañaveral, por ejemplo, lideran procesos asociativos para fortalecer la economía campesina de la región. Nubia atiende un restaurante de comida tradicional en la plaza del pueblo y lidera Asoplazacampesina, una asociación que busca contribuir a la soberanía alimentaria de las comunidades rurales, haciendo frente al modelo agroindustrial y extractivista que se ha consolidado en la región a través de los años. Angélica, por su parte, es una paisa llegada a los Llanos que administra un hotel de árboles florecidos y mangos maduros, como parte de un proyecto que aspira a posicionar a Nunchía como centro turístico, con la ayuda de otras mujeres, artesanas y productoras.
Tambien conocí a Sandra Garzón, una comunicadora social que trabaja por la memoria del conflicto armado en su municipio y la reparación de las casi 800 víctimas que ha dejado. A su corta edad, y a pesar de haber sufrido en carne propia las consecuencias de la guerra, cree en la paz y en la posibilidad de otro país.

Además de hablar de sus luchas, ellas me contaron de María Rosa Lazzo de la Vega, una mujer de este pueblo que hace 200 años alimentó y dio refugio a la tropa independentista, poniendo a su disposición ganado, yeguas y los terrenos de su hacienda “Tocarías”. Según ellas, representa lo acogedor y solidario de su pueblo, pero también la indiferencia estatal frente a sus necesidades y las de sus comunidades, porque a pesar de que le prometieron reembolsarle sus aportes tras el triunfo de la campaña libertadora, y de que lo solicitó por cuanto medio tuvo, nunca le pagaron ni un peso de lo que hoy serían billones.
Esto, sumado a las historias de Presentación Buenahora y Justa Estepa, me permitió dimensionar mejor la deuda histórica con el papel de las mujeres en la revolución, de la que hicieron parte de tantas maneras como les fue posible: cuidadoras, guerreras, financiadoras, espías, mártires, víctimas… Su importancia ha sido minimizada y hasta ridiculizada en los relatos locales y nacionales, que las relacionan exclusivamente con las no menos importantes labores del cuidado, y con su cercanía o pertenencia a las élites centralistas del país. Estos relatos hegemónicos han dejado de lado a las mujeres reales, sus aportes fundamentales y sus múltiples dolores.
Iba entendiendo también que esas mujeres no se encontraban sólo en los relatos sobre el pasado de los poblados por donde pasábamos, sino que viven en las mujeres que hoy habitan y luchan a lo largo y ancho de Arauca, Casanare y Boyacá. Y fue eso, sin duda, lo que me dio fuerzas al día siguiente.
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En el trayecto entre Nunchía y Morcote (Paya) empezamos a subir el piedemonte y debimos recorrer largas pendientes por carreteras destapadas que, aunque permitían rodar, requerían de un esfuerzo físico y mental permanente. Me frustraba sentir que me agotaba rápidamente y que mis compañeros podían pedalear largos trayectos sin parar y sortear grandes piedras sin caerse, mientras yo me repetía: “no voy a poder, no voy a poder, no voy a poder”.
Arrastrando la bicicleta, y con ganas de llorar, llegué a Morcote al final de la tarde. Mientras hablaba con mi pareja sobre lo difícil que había sido este trayecto para mi y lo asustada que estaba, nos descubrimos usando un lenguaje casi incomprensible para el otro: yo lloraba; él me pedía que no lo hiciera si no quería derrotarme más fácilmente.

La Babel emocional en la que nos encontrábamos hacía más dramática la escena. Necesitábamos estar solos un momento y entender qué pasaba.
Esa noche busqué el arbolito adonde llegaba señal de celular e hice una llamada a una amiga. Ella y las historias de mujeres que había encontrado en el camino me ayudaron a tranquilizar esa vocecita interna que me incitaba a rendirme, y a quitarme de encima el peso de la vergüenza y dejar de ver el llanto como debilidad para entenderlo como desahogo. Me recordaron que ayudar y dejarse ayudar es fundamental para sobrevivir —seas hombre o mujer—, la importancia de respirar a un ritmo natural, que el cansancio era parte del viaje y no había nada malo en descansar, incluso mientras los demás seguían pedaleando, pues podía retomar el trayecto cuando sintiera que era el momento de continuar. A veces ese descanso duraba tres segundos, mientras inhalaba y exhalaba, pero era vital.
Ellas me ayudaron a comprender que debía volver la mente y el corazón constantemente sobre aquellas cosas que me daban fortaleza y aquellas que me llenaban de dolor, para entender cuáles hacían parte de la angustia de enfrentarse a lo desconocido y cuáles, por el contrario, eran un llamado de mi cuerpo a recogerme y cuidarme; que, finalmente, es así como una se mueve en la vida: recordando lo que una —o sus antecesoras— ha podido hacer, haciendo cosas nuevas y poniéndose metas (así no siempre se llegue a ellas de la manera esperada).
Al día siguiente, con esas reflexiones en la mente y en el pellejo, llegué a Paya, encabezando por primera vez nuestro pequeño grupo de ciclistas. Allí conocí la historia de Simona Amaya, una mujer que fingió ser hombre para poder combatir en el ejército libertador. Supe después que debió hacerlo porque estaba prohibido que las mujeres se enlistaran. Simona lideró un importante regimiento en numerosas batallas, como sargento del ejército libertador, hasta su muerte en la Batalla del Pantano de Vargas, cuando, al recoger el cuerpo, fue descubierta su identidad.
Fue una mujer que decidió realizar una actividad exclusiva de los hombres y se enfrentó a barreras culturales y físicas para lograrlo; una mujer que, como las demás, como yo misma, me hablaba de confinamientos pero también de liberaciones.

Al llegar a su pueblo natal lo primero que vi fue un gran mural de ella, cabalgando a la izquierda de Simón Bolívar, con la cabellera escondida bajo un trapo y una camisa con un pequeño escote. Al lado del mural, un hombre sonriente tomaba cerveza. Cuando le pregunté si conocía su historia, en medio de una charla sobre la campaña libertadora, respondió:
—Debió ser la esposa de alguien.
Había una profunda conexión entre esa afirmación y aquella que días antes había hecho ese hombre incrédulo ante la posibilidad de que una mujer recorriera en bicicleta la ruta del ejército libertador:
—¿Y la dama también viene comandando? —le habrían preguntado con condescendencia a Simona doscientos años atrás si la hubieran conocido.
Escucharlo consolidaba la necesidad de mantenerme firme, de encontrar mis propias estrategias para no desistir. Porque a pesar de saber (y, quizás, justo por eso) que este viaje —como todos los viajes: laborales, familiares, de pareja— me iba a costar el triple de esfuerzo que a mis compañeros hombres, debía mantenerme en las ruedas tanto como pudiera, pues debía demostrarme a mí, a mi sobrina, a mi hermana, a mi mamá, a mis amigas, a las niñas y mujeres que me veían pasar, que nosotras también podemos, siempre podemos, a pesar de un sistema que ha hecho todo para que pensemos y sintamos que no.
Eso fue lo que me permitió —y nos ha permitido a muchas de nosotras— mantenerme en pie. Me salvó entonces, y me salvó dos días después, cuando, tras recorrer trochas intransitables hasta para una moto, y navegar por paisajes empinados de luces y contraluces montañosas, llegamos al municipio de Pisba para cruzar aquel páramo del épico paso de las tropas libertadoras. A pesar de haber coordinado lo necesario para cruzarlo, como el alquiler de las mulas que cargarían las bicicletas, las mujeres del pueblo (doña Elvia, doña Dorelly, Manuela, todas de apellido Pidiache, uno de los más comunes de Pisba) nos insistieron en la necesidad de llevar más abrigo, más comida, más cuidado. Sabían algo que nosotros apenas estábamos por aprender: que “con el páramo no se juega” y lo que imaginábamos como posible no era nada en comparación con lo que podía pasar…
En la vereda de Pueblo Viejo (Socotá) supimos que la cosa estaba difícil: la Junta de Acción Comunal no estaba permitiendo alquilar mulas a nadie que no fuera de ahí, porque por esos días el gobierno nacional andaba con la idea de delimitar el páramo y determinar que ningún campesino podía vivir más arriba de los 3.000 m.s.n.m., y mucho menos sembrar comida, cortar leña o abrir caminos —ni siquiera el que la gente ya estaba abriendo para acortar el tramo de doce horas de viaje hasta Socha—. Vino la policía, se llevaron las máquinas y prohibieron continuar con la trocha, y entonces la gente estaba brava porque “lo que pa ustedes es diversión pa nosotros es vida diaria. Si no quieren que estemos en el páramo, vayan al páramo sin nosotros”.
Estabamos ante una especie de paro campesino y debíamos tomar una decisión: continuar la ruta sin ayuda o devolvernos y tomar una ruta alterna, más larga pero más segura.
Después de escuchar a la gente, yo no le encontraba mucho sentido a continuar; pero Pablo, nuestro amigo, seguro de su capacidad física, sí. Nelson, mi pareja, hizo una propuesta mediadora: intentarlo, ver el terreno y las posibilidades, y devolvernos si nos dábamos cuenta de que no lo lograríamos. Aceptamos, para no desistir sin haberlo intentado, y nos fuimos a dormir. Me acosté entre las cobijas que nos prestaron doña Eistenia Estepa y don Jesús Meldivieso, los campesinos que nos acogieron esa noche, a imaginar qué podría pasar al otro día; a ponerme un poco en el lugar de ellos, que protestaban porque necesitaban ahorrarse las seis horas de viaje en mula necesarias para poder ir a mercar; y a pensar en la familia de una niña que unas semanas atrás había muerto por una apendicitis que se volvió peritonitis durante las doce horas que toma llegar a un hospital; y en nosotros, que después de recorrer más de 400 kilómetros sentíamos que debíamos hacer tanto como pudiéramos por terminar el viaje.

Con un pedazo de panela y unas arepuelas que nos regaló doña Eistenia, arrancamos temprano por un camino de herradura, empedrado, estrecho y emparamado, que no permitía poner a rodar las bicicletas y nos obligó a cargarlas todo el tiempo en la espalda: contar veinte pasos, parar, descargar, respirar, buscar algún indicio del fin de la subida, rogar para que alguna caravana de campesinos en mula se compadeciera de nosotros, quitarse la lluvia de los ojos, agarrar de nuevo la bicicleta, montarla al hombro con torpeza y contar veinte pasos más. Encontramos peñascos en los que fue más facil tirar la bicicleta o escalar agarrado de ella. Cuando pensamos en devolvernos, habían pasado unas siete horas y sólo habíamos recorrido seis kilómetros de camino —los seis kilómetros más largos de mi vida—. Devolverse era casi tan difícil como continuar y pronto se iría la luz del día.

Improvisamos un cambuche donde nos acurrucamos los tres por unas horas, hasta que empezó a llover y debimos sentarnos para que el agua no mojará la poca ropa seca que teníamos. El temblor en el cuerpo sólo se calmaba un poco cuando comíamos algo; y así, intentando pasar la noche, casi nos acabamos las pocas provisiones del día siguiente. Para mantener la calma, escuchábamos una radio chiquitica que tenía Pablo, que sólo sintonizaba Piedemonte Stereo y Radio Martí… Nos preguntábamos la hora cada tanto, y hacíamos pequeños turnos para dormir recostados en las piernas del otro.
Temblando, hambrienta, adolorida y cansada, entendí que nuestras vidas estaban en riesgo, y volví sobre las reflexiones que me habían mantenido firme días atrás. Lo había dado todo, había cargado y arrastrado mi bicicleta de todas las formas posibles, tenía las piernas amoratadas por el esfuerzo, había comido pequeñísimas porciones de arepuela y panela procurando dejarles a los demás un pedazo igual, los había acurrucado a ambos para agarrar su calor y darles del mío. Estaba en un lugar en el que nunca me había imaginado… Y me abracé por eso. Pero supe que era el momento de recogerme y cuidarme, a mí misma y al equipo, pues arriesgarme significaba exponerlos a una carga adicional. Decidí que al día siguiente me devolvería.

Lo conversé con mis compañeros, sobre todo con el que me acompaña en la vida, y descubrimos que, aunque íbamos juntos, cada uno estaba haciendo su propio viaje, a su propio ritmo, poniendo distintos aspectos vitales en el andar.
Nelson se devolvió conmigo.
Pablo decidió continuar solo.
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Nelson y yo llegamos a Pisba en la noche, a casa de doña Elvia, la misma que antes nos había recomendado cuidado para el páramo. Debimos quedarnos allí un día porque era viernes santo y en esos días todo se aquieta: no había bus, ni nadie que vendiera tiquetes o se arriesgara a conducir un carro.
El viacrucis de ese día se había hecho, después de muchos años, en el cerro del pueblo, el Pan de Azúcar, que gracias al proceso de paz entre el gobierno y las FARC estaba libre de minas. Fue el renacer de un pueblo donde casi el diez por ciento de la gente ha sido víctima de masacres, desapariciones y desplazamientos. Doña Elvia espera que esas cosas, imborrables en su memoria, no vuelvan a repetirse jamás… Un poco como mis recuerdos de la noche anterior en el páramo, pensaba yo.

En la tarde, tras una llamada desde Peñas Negras, una vereda al otro lado del páramo, supimos que Pablo estaba vivo… Al día siguiente, tras rodear el páramo por una vía alterna, nos reunimos con él para abrazarlo y hacer el tramo que nos faltaba para llegar al puente de Boyacá. Retomé fuerzas para continuar gracias a la historia de Matilde Anaray, la niña de Socha que hace 200 años fue la primera en donar su ropa a los sobrevivientes del ejército libertador que cruzaron el páramo, como acto de solidaridad con su lucha. Me investí simbólicamente con su vestido de primera comunión, y me monté fortalecida en mi bicicleta para retomar el viaje por esos caminos que daban entrada al centro del país.
En medio de lluvias y carreteras pavimentadas que nos permitieron volver a pedalear fácilmente, conocí la tierra de Casilda Zafra —Santa Rosa de Viterbo— y su historia: la de una mujer que seguía sus instintos y se valía de sus saberes ancestrales para actuar. Esa intuición le permitió saber que el potro que su yegua pariría cuatro años antes de la batalla del Pantano de Vargas debía ser regalado a Bolívar, pues su oráculo le había dicho que “ese potro era para un general chiquito y negrito muy importante para el país”.

Unos kilómetros más adelante, en Tunja, conocí a Karen Vega, enfermera de profesión y doula y partera por convicción, quien le apuesta a parir y criar a través de la recuperación de saberes ancestrales. Con la certeza de que el cuidado y los instintos femeninos que Casilda y Karen me recordaban me habían salvado, y la paciencia y fuerza de mis compañeros, llegué al Puente de Boyacá. Pero no era la misma que había partido de Arauca: ochocientos kilómetros y veinte días después, había llegado a un nuevo lugar adentro mío que me permitía ser otra, otras: éramos muchas e íbamos juntas, agarradas de la mano, con los ojos inundados de lágrimas.

Al llegar, después de enterarse por redes de la finalización del viaje, Nubia, de Nunchía, me escribió: “Felicitaciones por su gran logro, eres muy valiente, nunca pensé que las mujeres fuéramos tan fuertes”. Conmovida, solo atiné a contestar: “Sí, una nunca cree lo fuerte que puede ser hasta que se da la oportunidad y se acompaña a sí misma a intentarlo”. Lo decía pensando en mí, claro, pero sobre todo en ella, en Daisy, en Sandra, en Angélica, en Luisa, en Karen, en las niñas que me miraban desde las ventanas al pasar, en Simona, en Casilda, en Presentación, en Justa, en María Rosa, en mi hermana, en mi sobrina, en mi mamá, en mis tías, en mis abuelas, en mis amigas…, en todas: las que hemos sido, las que somos y las que seremos, y en la capacidad que hemos tenido de cuidar la vida y cuidarnos a nosotras mismas, de emprender batallas por la transformación del mundo que nos rodea, desde lo cotidiano y desde lo estructural, desde la casa y desde la plaza, desde el cuerpo y desde la política, desde el cuidado y desde el ejercicio dialéctico. Entendí y agradecí. Agradezco ser la mujer que soy, y agradezco haber podido hacer este viaje propio al interior de mí misma y del país que habito.

*Esta crónica fue ganadora del primer lugar de la categoría “Mejor crónica escrita” en la convocatoria “Reconocimientos de periodismo cultural distintas maneras de narrar nuestro Bicentenario de la Independencia” del Ministerio de Cultura mediante Resolución No. 3391 del 8 de noviembre de 2019.
**Los relatos y fotografías acá expuestos hacen parte del libro “BICIentenario: La Libertad Pendiente”. Más información en http://www.bicientenario.com